Apenas habían pasado unas horas del final de la cumbre de la OTAN, celebrada en Madrid entre el 27 y el 29 de junio, cuando el programa Cámara Real de Telemadrid me pidió un análisis de los looks de su majestad la reina Letizia y de los acompañantes de los presidentes y primeros ministros de los países aliados.
Antes de hablar de la imagen, insistí en comentar un aspecto para mí muy relevante desde el punto de vista social y de gobernanza. Puse de manifiesto mi gozo porque España acogiera a dos primeros caballeros entre las primeras damas y acompañantes: la pareja de la presidenta de Eslovaquia y el esposo del primer ministro de Luxemburgo. Un signo de modernidad. Esa era la zanahoria.
El palo consistió en alzar mi voz contra esa imagen viejuna de sólo cuatro grandes mandatarias en la foto de familia de los treinta. No es necesario ser un gran analista político para descubrir rápidamente un desequilibrio evidente.
En modo sostenible, alabé el apoyo de nuestra reina a la moda española. Especialmente esa costumbre que está dejando cada vez más patente doña Letizia de repetir modelo –modelazos, diría–. Y lo puse en valor como ejemplo de que no es necesario estrenar ropa en cada uno de los grandes eventos a los que acudimos. Ni ella ni el común de los mortales.
Según la fundación Ellen MacArthur, el tiempo que usamos la ropa se ha reducido un 36% en los últimos quince años. El hecho de que su majestad la reina eligiera el traje fucsia de Carolina Herrera, que tan bien le queda, para la última jornada en el Teatro Real fue destacado por los medios, precisamente por haberlo usado antes.
Y yo también lo hago. Y animo a su majestad a que lo siga haciendo, que no le hace falta. Y nos animo. Porque el usar y tirar, como el frotar, se va a acabar. Y desde luego, si yo hubiera tenido en el armario de mi madre esos Valentinos que ella tiene de doña Sofía también los utilizaría. Ejemplo majestuoso.
Días después supe que esa especie de cumbre paralela de los acompañantes tenía otra mirada y que estaba mediatizada por la lente de la sostenibilidad en su más amplio sentido. Las excursiones tenían una segunda lectura con un storytelling claramente alineado con nuestro momento de transición hacia un cambio de modelo económico y de sociedad cada vez más circular y, por tanto, sostenible.
Por ejemplo, es muy bello visitar las fuentes de La Granja en los jardines del Palacio Real del siglo XVIII. Pero más aún lo es –y así quedó emocionada la comitiva– saber que nada eléctrico mueve su juego, famoso en el mundo entero, sino simple y llanamente la fuerza hidráulica. Es impresionante esa obra de ingeniería que funciona desde el siglo XVIII.
Es de agradecer ese torrente que llega de la sierra de Guadarrama y con la fuerza de la gravedad se mueve en una especie de magia de vasos comunicantes saliendo al exterior en forma de baile. No está de más recalcar que la sierra que abraza al Palacio fue declarada Reserva de la Biosfera en 2013, pero también que tras 300 años de vida, fuentes y unos trece kilómetros de tuberías permanecen en magnífico estado.
Llegar a Segovia en Ave, por cierto, tampoco fue una simple elección de tiempos –35 minutos separan esa ciudad y la capital; es el segundo tren de alta velocidad más rápido del mundo, después del chino–, sino igualmente una alegórica manera de recordar la limpieza energética de los trenes, un paso de gigantes en el camino hacia la descarbonización, sin duda mejor elección que la del automóvil, más allá del precio de la gasolina, lo que tampoco es baladí.
Siguiendo en Segovia, tampoco fue un capricho la visita a la Real Fábrica de vidrio, donde las y los invitados admiraron la técnica de fabricación del cristal. Y no solo porque este año 22 del siglo XXI haya sido nombrado Año del Vidrio, sino porque es el material más reciclable y que mejor se comporta en sus diferentes etapas de vida, y porque las técnicas artesanales de fabricación son prácticamente las mismas que las usadas en el siglo XVIII.
Se quería trasladar también el empeño español en utilizar botellas de agua de cristal en nuestros desplazamientos, en cualquier local, en cualquier oficina. Ese era otro mensaje que se tradujo, además, en regalo que encontraron los y las acompañantes en su habitación, tras la visita. Debió de escucharse en Madrid un «¡guau!» generalizado al descubrir que tenían la misma botella que habían visto crear, con vaso incorporado y escudo nacional impreso.
Esposas y esposos de los mandatarios –por cierto, muchas voces ponen en entredicho la conveniencia de organizar estos programas, tal vez de otra época– supieron también por qué la estación de Chamartín se denomina Clara Campoamor, en homenaje a la política e intelectual por su defensa de los derechos de las mujeres y su papel decisivo en la consecución del voto femenino en España en 1931.
El mensaje estaba también en la botella. En la del aceite que degustaron. Y por supuesto, en los alimentos que tomaron. Desde luego, si no se marcharon conscientes del compromiso de España con la sostenibilidad y la transición energética es que no pusieron atención, que yo sospecho que sí.